Buena guardia

Como un mantra, un rezo laico o una frase mágica los médicos nos deseamos unos a otros “buena guardia”. Buena guardia encierra muchos deseos en uno: que puedas encontrar tiempo para comer y descansar, que todo lo que se presente salga bien, que no haya complicaciones y si hay algún sobresalto se resuelva lo mejor posible. Porque la guardia no se queda en el Hospital, se va con nosotros. Esa paciente que sangró más de lo que nos hubiera gustado, ese laboratorio que nos dejó preocupados, esa orina que no nos pareció lo suficientemente clara. Y la posta la toma tu colega, que velará para que ese sangrado que te preocupó, ese laboratorio que no te gustó, esa orina que te dejó pensando dejen de ser problemas y encuentren sus soluciones. Buena guardia es casi un amuleto, una cábala. Nunca nos olvidamos de deseárselo al que nos releva y nos permite volver a casa con los nuestros. Porque creemos en el poder de nuestros buenos deseos, somos pragmáticos pero en el fondo algo supersticiosos. Mirar a la muerte a la cara siempre atemoriza, y el desafío se mantiene intacto aunque pasen los años. Malos tiempos se avecinan. Tenemos miedo, por lo desconocido, el inmenso reto que nos aguarda y el enorme esfuerzo que requerirá. Pero confiamos en la entereza de todos los que un día juramos solemnemente consagrar nuestra vida al servicio de la humanidad. Tenemos miedo de llevar la enfermedad y la muerte a nuestras casas. O de sucumbir nosotros mismos. Pero juramos voluntaria y libremente velar en todo momento por la salud de nuestros pacientes, y allá vamos. Esperamos estar a la altura de las circunstancias. A todos mis colegas que comienzan la lucha contra esta terrible pandemia, a los que algún día prometí considerarlos mis hermanos les deseo para hoy y para los duros meses venideros: buena guardia.

Leonora Arditti

Los Bnei Mitzváh

Hace casi un año mis hijos mayores hicieron su Bar y Bat mitzvah, es decir que llegaron a la mayoría de edad para la religión judía, 12 años para las niñas y 13 para los varones. Y tal como es costumbre, les escribimos unas palabras. Las voy a dejar por acá, para que no se pierdan, y para que ellos cuando quieran puedan volver a leerlas, y quizás comprenderlas mejor.

Queridos hijos: Todavía los miramos y vemos dos bebés. Pero después miramos más atentamente, y no solo miramos, escuchamos y nos damos cuenta de que ya son dos jovencitos que caminan rápidamente hacia la adultez. Aunque a veces sigan pareciendo nuestros bebés, ya no lo son, y nos preguntamos: a dónde se va el tiempo que pasa tan rápido? Desde que nacieron comenzamos a soñar este momento, a proyectarlo, a imaginar cómo sería verlos “Bnei Mitzváh”. Y ahora que llegamos, inevitablemente seguimos soñando y desearlos verlos a cada uno en la jupá, y luego padres, “U reé banim le baneja”, y verás a los hijos de tus hijos; es lo que soñamos para nosotros mismos, tener el zejut de llegar ser abuelos algún día y verlos a cada uno de ustedes construir su propia familia y transmitirles a sus propios hijos los valores del pueblo de Israel.
Ustedes simbolizan la esperanza y el futuro del pueblo judío. Entran al pueblo de Israel siendo “hijos del precepto”, Bnei mitzvá. Entran sabiendo que tienen una gran responsabilidad, la de perpetuar un legado milenario. Por eso queremos darles dos cosas: raíces y alas.
Aunque les suene contradictorio, no lo es para nada.
Raíces para saber de dónde vienen. Y de dónde vienen ustedes, Eliana y Salomón?
Vienen de la más antigua y más joven de las naciones. De aquéllos hombres y mujeres que caminaron por la tierra de leche y miel, que lucharon y conquistaron y también fueron derrotados, sufriendo un exilio de 2000 años. Vienen de aquellos que recibieron la Ley en el Monte Sinaí, de aquellos que la preservaron aún a cuenta de sus vidas. Vienen de aquellos esclavos de Egipto que Moisés condujo a la tierra prometida, vienen de los perseguidos y expulsados y masacrados. Vienen de un pueblo que se niega a dejar de ser quien es, a pesar de todo y contra todos. Vienen para demostrarle al mundo que Am Israel Jai, el pueblo de Israel vive. Vienen del pueblo hebreo, son herederos de 4 milenios de honda fe en Dios.
Hoy comienzan a recibir sus alas. A dónde irán? A donde ustedes quieran. Pero antes de volar, asegúrense de llevar sus raíces en el corazón.
Los amamos muchísimo.
Mamá y papá.

Los Katz de Kopyczynce

En un pueblo de tantos en lo que entonces era Polonia, llamado Kopyczynce, vivía la familia Katz. De 18 hermanos solo 12 o 13 habían llegado a la adultez, y cada uno de ellos había tenido 4 o 5 hijos a su vez, así que en cada ocasión que se reunían para una fiesta o acontecimiento nunca eran menos de 50 a la mesa.

Abraham Katz, uno de los 18 hijos de Salomón y Sime Katz, se casó con Rebeca Demian. Tuvieron 4 hijos.

El menor de todos, Jacobo o Yanek como le decían en el pueblo, emigró a la Argentina buscando forjarse un futuro para él y su prometida. Dos años después logró reunir lo suficiente para traerla, se casaron en el hotel de Inmigrantes y los que han leído otras historias de este mismo blog ya habrán adivinado que se trata de mi abuelo, el papá de mi mamá.

La mayor, Gitel Hudes (Gustia) era una mujer bella e inteligente. Casada con Josef y madre de 2 hijos, el mayor quiso hacer realidad el sueño de «ser un pueblo libre en nuestra tierra, la tierra de Sión y Jerusalén» y ya con las botas de Hitler sobre Polonia se subió a un barco ilegal, de esos que los ingleses tan amablemente interceptaban y devolvían a manos de los victimarios. Pero el Naomi Julia arribó al puerto de Haifa y León logró escribir parte de esa historia.

El menor sobrevivió a la guerra como pudo. Cuando el pueblo fue liberado por los soviéticos, se unió al ejército polaco, donde aprendió a volar. Terminada la guerra siguió la huella de su hermano y arribó a las costas de Tel Aviv en el Altalena. Lo recibieron balas, dolores de parto del nacimiento del Estado de Israel. Sirvió fielmente a su país y cayó en cumplimiento del deber a los 39 años. Dejó una viuda y un hijo pequeño.

Gustia fue fusilada en la puerta de su casa en una de las razzias del gueto de Kopyczynce. Al verla muerta, Josef cayó fulminado de un infarto.

La segunda, Sara, vivía en Viena con su esposo Meir y su hija Gisela. Fueron deportados al gueto de Lodz en 1941 y separados un año después. El destino de los padres fue la cámara de gas de Chelmno. El de la hija de 15 años fue morir sola casi al término de la guerra, a un paso de la libertad que nunca llegó, en Stutthof, uno de tantos engranajes de la maquinaria de muerte y desesperación perpetrada por los nazis.

Wilhelm era el tercero. Brillante abogado, esposo y padre de una niña de 10 años llamada Silvia como mi mamá. La única información acerca de su final que tuvimos durante años fue que también habían sido fusilados, en una de tantas razzias. Hace poco encontré una crónica de los últimos años del pueblo devenido en gueto, que un sobreviviente relató y esto decía de mi tío abuelo:

“…Debo mencionar todavía al abogado Katz. Alguien denunció a la Gestapo que su esposa tenía contacto con grupos de la Resistencia. Una mañana a mediados de diciembre de 1942, los alemanes rodearon la ciudad. Ellos ordenaron al Judenrat que entregaran a Katz de inmediato, a su esposa y a su hija de 10 años. Katz no aparecía. La Gestapo les dio tiempo hasta las 15:30 y tomó rehenes. Recuerdo ese día fresco, calles y callejones vacíos, enorme tensión a la espera del desenlace. Los alemanes andaban por todos lados. Media hora antes del término del ultimátum se entregaron para evitar el derramamiento de sangre de los rehenes. Salieron tomados de la mano, con la cabeza en alto, y con su pequeña hija. Para nosotros estaba claro que primero torturarían a la niña delante de los padres y luego matarían a los tres. Era lo que siempre hacía la Gestapo…” Isidor Diener en “Nasze Kopyczynce”. Jerzy J. Szewczynski. Wyd Heldruk. Malbork, 1995.

A todos ellos, mi familia, benditas sean sus memorias para siempre.

Elsa

A nuestros hospitales públicos llegan todos los días pacientes de países limítrofes o de otros países de América latina. Buscan una esperanza, una respuesta, una cura para sus males. Una mano tendida que no encuentran en sus propios países.
Así como tantos otros llegó Elsa al hospital Ramos Mejía, aquél frío invierno del año 2000. Hacía sólo un par de meses que yo había empezado la residencia, era R1 de obstetricia (hacíamos 6 meses por año en obstetricia y 6 meses en Ginecología durante 4 años) y por supuesto, como Elsa era “un caño” y yo era la R1, me tocaba a mí tenerla en una de las camas a mi cargo y encargarme de los miles de estudios que iba a necesitar para llegar al diagnóstico.
Elsa era boliviana, tenía 22 o 23 años, y esperaba su primer bebé. Estaba embarazada de 29 semanas, y el día en que la recibimos, traída por una ambulancia del SAME derivada de la maternidad Sardá, ya había convulsivado 6 veces. Una tomografía del cerebro mostraba unas extrañas imágenes, como unos nódulos en forma de anillo.
Como la Sardá es una maternidad y el nuestro un hospital general, es decir que atiende todas las especialidades, nosotros recibimos a Elsa.
Lo primero que me ordenaron fue que le hiciera, además de la ecografia de ingreso, el laboratorio de sangre y orina completo, la interconsulta con neurología e infectología. Y la infectóloga pidió un parasitológico seriado, es decir un análisis de materia fecal, para lo cual debía juntarla en un frasco con formol, una cucharadita de la primera deposición del día durante 7 días. Esta explicación tan horrorosamente escatológica es para que se comprenda bien la desazón que sentí cuando mi residente superior me palmeó la espalda diciéndome: “cómo te ves juntando la caquita de la boliviana con cucharita toda la semana?”
Elsa estaba en la cama 1. A pesar de haber convulsivado 6 veces ese mismo día y haber sido llevada en ambulancia desde un hospital desconocido a otro más desconocido aún, ya había ordenado todas sus cosas, se había puesto el camisón y esperaba pacientemente que yo me acercara a explicarle qué íbamos a hacer con ella. Lejos estaba de imaginar que a mí también me hubiera encantado que alguien me explicara qué íbamos a hacer con ella.
Por lo pronto le expliqué que a partir del día siguiente debía seguir las instrucciones de recolección para el parasitológico seriado. Los ojos de Elsa se abrieron como platos, pero no dijo nada. Le pregunté si había entendido todo bien, y me dijo que sí con la cabeza. Dejé las indicaciones para enfermería, le di el pase a mi compañera de año que ese día estaba de guardia y me fui a mi casa.
Al día siguiente, puntual a las 6 AM llegué a la sala y vi a Elsa levantada. Segura de que no había entendido nada de lo que le expliqué el día anterior me acerqué a auscultar al bebé y le pregunté “si había hecho”.
“Sí, doctorita- me respondió- ayer le pedí a mi esposo que me trajera naranjas así a primera hora iba al baño y juntaba en el frasquito”. Me quedé boquiabierta. Elsa era un genio.
El diagnóstico no tardó en llegar. Neurocisticercosis. La neurocisticercosis es una infección del sistema nervioso central originada por el estadio larvario de Taenia Solium, parásito que comúnmente infesta la carne de cerdo. Las manifestaciones clínicas más comunes son la cefalea y las convulsiones. Estas manifestaciones son el resultado de la muerte de la larva del cestodo y de la reacción inflamatoria perilesional que se produce. El diagnóstico se basa en la epidemiología, las manifestaciones clínicas, los hallazgos de las neuroimágenes y la serología, y su tratamiento incluye el uso de fármacos antiepilépticos, corticoesteroides y drogas antiparasitarias.
Durante el tiempo que estuvo internada en cama 1 Elsa me contó muchas cosas. Que había nacido en Oruro, era la mayor de 7 hermanos. Que con su esposo se habían conocido en la escuela primaria. Que habían venido a Buenos Aires soñando con un futuro mejor. Que su hijo era muy deseado y que nunca había imaginado que algo así podía pasarle.
Nada fue fácil en el tratamiento de Elsa. Resultó alérgica a la carbamazepina, droga que utilizamos en primera instancia para controlar las convulsiones. Como estaba embarazada hubo grandes discusiones interdisciplinarias para determinar si debía administrársele el antiparasitario, al final ganó el sí y finalmente el parásito fue derrotado.
Un día vinieron los de neurología y dijeron que se la llevaban porque tenían una cama libre. Así de repente y cuando todo estaba más que encaminado, los estudios todos hechos y el tratamiento en marcha. Casi llorando increpé a mi jefe “¿Por qué se la llevan ahora?” Me miró como si estuviera loca y me dijo “Comportesé, Arditti”.
De todos modos seguí visitando a Elsa todos los días, iba a verla para auscultar al bebé, evolucionar la parte obstétrica de la historia clínica y charlar un ratito con ella.
Llegó el día del parto. No era mi guardia y era de noche, pero mi compañera de año sabía que nadie más que yo tenía derecho de estar ahí. Sonó el teléfono y me dijo: “Elsa está con 5, venís?” Obviamente que fui. Y recibí al bebé de Elsa que resultó ser una hermosa bebé de 3,5 kg, a la que le faltaba un bracito. Inexplicablemente no se había visto en las ecografías, tampoco podía relacionarse con el antiparasitario ya que solo lo había recibido en el tercer trimestre. Elsa lloró mucho. Lloró de pena por su hijita. Lloró de culpa, pensando que quizás su enfermedad la había afectado. Lloró por primera vez, hasta entonces había sido fuerte, había soportado todo con una sonrisa.
Exceptuando la falta del brazo todo lo demás parecía estar perfectamente, así que Elsa y su bebé se fueron de alta a los pocos días. Volvió a la semana para control del puerperio. Me trajo de regalo una hermosa cadenita de oro que todavía conservo, y se despidió. Me dijo que se volvía a su país, qué extrañaba mucho a sus padres y hermanos y que quizás algún día nos volveríamos a encontrar.
Nunca más la vi, y nunca más la olvidé.
El preámbulo de nuestra Constitución, que es el texto más bello que haya leído jamás dice “asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Mientras que el artículo 6 de la Ley 25871 reza “El Estado en todas sus jurisdicciones, asegurará el acceso igualitario a los inmigrantes y sus familias en las mismas condiciones de protección, amparo y derechos de los que gozan los nacionales, en particular lo referido a servicios sociales, bienes públicos, salud, educación, justicia, trabajo, empleo y seguridad social”.
Somos parte de un país generoso, que recibió a nuestros abuelos en épocas muy duras y que recibe a todo aquel que ansíe habitar este suelo compartiendo lo mejor que tenemos. Tendemos la mano al enfermo y abrimos las puertas de nuestros hospitales a todo el que lo necesite sin distinción de nacionalidad. Y nunca, bajo ningún concepto y por ningún motivo, voy a dejar de estar orgullosa de eso.

Los aritos.

Cuando yo nací, en enero de 1975, aparentemente tuve una hiperbilirrubinemia bastante elevada, porque me dejaron internada en neonatología varios días. Mamá, aunque tenía el alta, amenazó con encadenarse a la pata de la cama si la obligaban a irse sin mí, así que las dos seguimos juntas, yo en la lámpara como tratamiento de mi hiperbilirrubinemia y mamá subiendo a verme a la nursery tantas veces como se lo permitían.
Como había que hacerme controles muy estrictos de bilirrubina, recibía varios pinchazos por día, por lo que, cuando le ofrecieron a mi mamá en el sanatorio hacerme la «coquetería», esto es, colocarme los aritos, dijo que no, esperando un momento más propicio para hacerlo.
Aproximadamente una semana después nos dieron el alta, y cuando pasó mi primer mes de vida mis papás decidieron que, ahora sí, había llegado la hora de hacerme «la coquetería».
Mamá tenía una amiga, a la cual quería mucho por haber sido compañeras en la residencia, del mismo hospital, que se llamaba Leonilda Cafiero. Leonilda (alias Leo), era tocoginecóloga, y seguía estando como médica interna de la guardia de los jueves, en el mismo hospital donde ahora yo soy médica interna de la guardia de los viernes.
Mamá la llamó a Leonilda a ver si conocía a alguien que pudiera colocarme los aritos, y Leonilda le dijo que me llevara cualquier jueves que su partera, Clarita, con todo gusto me los colocaría.
Así fue como papá y mamá me agarraron a mí y a la cajita que contenía un hermoso par de aritos abridores de perlas y me llevaron al hospital Ramos Mejía para que la partera Clarita me colocara por fin los aritos. Y de paso lograr que todo el mundo dejara de exclamar al verme «qué lindo NENE!!».
Cuando llegaron al hospital, papá se quedó afuera esperando y mamá entró conmigo. La recibió Clarita, que ya estaba avisada de su visita. Tomó la cajita con los aritos y preguntó:
⁃ Y la argolla?
⁃ Qué argolla? Dijo mi mamá
⁃ La argolla para la nariz- aclaró Clarita, valga la redundancia – ya que es tan bruta como para querer perforarle las orejas a una bebita, me imagino que también querrá ponerle una argolla en la nariz…
Vale aclarar que en esa época no se usaban los piercings en la nariz.
Si hubiera sido yo, le hubiera contestado: «no, solamente las orejas, gracias», y no me hubiera ido hasta que mi nena no tuviera los aritos colocados.
Mamá (increíblemente) quedó muda, no supo qué contestar. Estaba puérpera y la tal Clarita la agarró con la guardia baja. Tomó la cajita que con cara de desprecio le tendía la partera y conmigo en brazos se fue cabizbaja.
Hoy en día por mucho menos que eso saldríamos en todos los diarios acusados de violencia obstétrica.
Una vez en la calle tuvo que explicarle todo lo que había pasado adentro a mí papá, que ilusionado esperaba ver cómo había quedado su bebita con los aritos. Tuvo que quedarse con las ganas.
Muchos años después, rotando por obstetricia en el hospital Francés en el último año de la carrera, conocí a otra partera, Marta, una viejita re piola que conocía a Clarita y a la que le conté toda la historia. Me dijo: «traeme los aritos que yo te los pongo».
Fue así como recién a los 24 años estrené los aritos abridores de perlas que mi mamá me había comprado cuando nací.
Cuando nació mi hija, yo misma le coloqué sus aritos (que también había comprado mi mamá) mientras dormía, solo dijo «ah» y siguió durmiendo plácidamente.

Y mamá finalmente tuvo su desquite: adora regalarnos aros a las dos, a mi hija, su nieta y a mí.

Perla 

Mi abuela paterna, que se llamaba Leonora igual que yo o mejor dicho yo me llamo Leonora igual que ella, tenía una prima en Turquía a la que quería mucho. Perla era su nombre. Mi abuela (que era una mujer muy decidida) pensó que lo mejor para Perla y su futuro era venir a vivir a la Argentina. Pero en esa época o venía con los padres o venía casada, o se casaba apenas ponía un pie en tierra.Casualmente (o no tanto) mi abuelo paterno, Nissim, tenía un primo soltero, llamado Jacobo. Gerente en Bonafide. Buen mozo. Inmejorable candidato.

Mis abuelos decidieron entonces poner manos a la obra y mientras Nissim se ocupaba de convencer a Jacobo, Leonora escribía a Turquía y le mandaba la foto de Jacobo a Perla. Perla quedó enamorada de los profundos ojos negros de Jacobo, de su porte elegante, su expresión seria e inteligente. Se tomó el barco y vino. De Esmirna a Buenos Aires. Con solo 18 años.

El detalle es que Perla medía 1,80 m. 

Cuando Perla bajó del barco estaban esperándola mis abuelos y Jacobo con un ramo de flores y su imponente (o no tan imponente) metro 60.

Desesperada, Perla dio media vuelta y se volvió a subir al barco. 

Mis abuelos, el capitán del barco y buena parte de la tripulación corrieron atrás de ella, mientras Jacobo, dolido y decepcionado, volvía solo con su ramo de flores a su casa. 

Mientras tanto, a Perla la convencieron de bajar y la llevaron a casa de mis abuelos.

Por lo menos esa es la versión que a mí me contó mi tía Susana de los hechos. A mi tía Susana le encantaba agregarle dramatismo a los relatos aunque fueran ya de por sí todo lo dramáticos que se pueda imaginar.

Al otro día Perla y Jacobo se casaron, tal como estaba planeado. Y se amaron con locura durante más de 50 años.

Ella lo llamaba «mi bey» que en turco quiere decir «mi señor»

Y el le decía mi hanuma, q en ladino significa «mi querida». 

No pudieron tener hijos, pero sí tuvieron un montón de sobrinos que siempre estaban en su casa.

Obviamente mi viejo el primero, ya que quedó huérfano de madre siendo muy chiquito y además la tía Perla cocinaba como los dioses.

Otra rara habilidad de la tía Perla era leer la borra del café.

Cuando mi mamá estaba embarazada de Yani, mi hermano mayor, ella le leyó la borra del café. Y en un momento dado tiró la taza al suelo y le dijo «no quiero ver no me preguntes más nada». Mi hermano Yani es autista, creemos que la tía Perla pudo ver dentro de esa taza algo del difícil camino que les esperaba.

Después, cuando mi mamá perdía los embarazos, la tía Perla fue, le compró un colchón y se lo llevó a la casa. Y le dijo: acá van a hacer a la Leonorucha, que viene a ser esta servidora.

Perla tenía un hermano q también vino a la Argentina, se llamaba Solís. Vino enfermo de tuberculosis y mi abuela le pagó el tratamiento.

Solís se curó completamente. Como tenía una maravillosa voz, se convirtió en el Jazán (el que canta en las ceremonias) del templo de la calle Azul en Flores, del que mi abuelo fue fundador.

Muchos años después, el hijo de Solís, Felipe, cuando cumplió 18 años lo fue a ver a mi papá para pedirle consejo, porque no sabía qué carrera quería seguir, si ingeniero o rabino (la tenía clarísima evidentemente). Entonces mi viejo le tomó una pruebita de orientación. Y viendo el resultado le dijo: «definitivamente tenés que ser rabino». Así fue como Felipe efectivamente se convirtió en rabino, y fue el que ofició mi ceremonia de bodas. 

Yo no conocí a la tía Perla. Falleció cuando yo tenía 6 meses. Muy poco tiempo después la siguió Jacobo, que no pudo vivir sin ella. 

Y como acostumbramos decir, «zijronám librajá»: que sus memorias sean benditas. 

Ciencia y otras cuestiones 

Desde que el ser humano es un ser pensante ha buscado incesantemente una explicación para cada interrogante que ha surgido en su camino, en especial los fenómenos de la naturaleza, cómo funciona el cuerpo, por qué se producen las enfermedades y cómo curarlas. Los primeros avances de la humanidad se producían muy lentamente, tardaban cientos de años en generalizarse y realizar nuevos progresos, mientras que actualmente el desarrollo tecnológico y científico se produce de manera mucho más rápida y su difusión al resto del mundo es inmediata.

Platón fue el primer pensador que distinguió claramente entre conocimiento vulgar (doxa) y conocimiento científico  (epísteme). El primero se basa en la opinión. Todas las personas lo poseen en mayor o menor grado y surge de su propia experiencia. 

El conocimiento científico en cambio se define como aquel conocimiento racional, verificable, objetivo, sistemático, general, cierto o probable, homogéneo, obtenido metódicamente, y susceptible de ampliación, rectificación y progreso. La Ciencia es racional porque utiliza la razón como instrumento esencial en todas sus etapas. Sus afirmaciones deben poderse probar, verificar empíricamente y aspira a que sus conclusiones vayan acompañadas de certeza. 

No es el carácter de verdad o falsedad lo que diferencia al método vulgar del método científico, sino la forma, los pasos realizados hasta que se ha arribado a los resultados.

El término medicina proviene del latín y hace referencia a la ciencia que permite prevenir y curar las enfermedades del cuerpo humano. Al principio de la civilización, 4000 años a.C. la medicina Mesopotámica estaba basada en la magia contra los espíritus malignos de los que el hombre tenía que ser protegido mediante conjuros para exorcizar al demonio y sacarlo fuera del cuerpo. Por esos tiempos se consideraba el mundo lleno de malos espíritus que atacaban a los mortales. Las enfermedades eran por tanto debidas a un demonio que había penetrado en el cuerpo del paciente. A lo largo de los siglos hemos recorrido un largo camino, hasta llegar a la medicina actual con sus avanzados métodos de diagnóstico y tratamiento.

Desde hace algunas décadas el número de investigaciones médicas se ha incrementado de forma acelerada, facilitado por los avances en la tecnología aplicada a la medicina, es en este contexto donde surge la llamada medicina basada en la evidencia.

La Medicina Basada en la Evidencia

es la utilización consciente, explícita y juiciosa de la mejor evidencia científica clínica disponible para tomar decisiones. Se entiende por evidencia la certeza manifiesta sobre una cosa que elimina cualquier duda racional sobre la misma.

Medicina alternativa es un término que se usa para referirse a aquellos productos y prácticas médicas que se considera no pertenecen a la atención médica convencional.

En medicina alternativa se usan, muy a menudo, productos o procedimientos dietético-nutricionales que se encuentran fuera de las prácticas consideradas como habituales o estándares y desconocemos su eficacia y seguridad. Y esto es así porque no han sido sometidas a ningún estudio riguroso que acredite o desacredite su utilidad. Las llamadas terapias alternativas nunca pueden sustituir a ningún tratamiento médico cuya eficacia y efectividad ha sido probada por un proceso de investigación en donde no sólo se toman en cuenta estas características, sino también que sus posibles efectos secundarios no pongan en riesgo la vida del paciente y que sus beneficios superen sus desventajas. Y no puede hacerlo simplemente porque no existe evidencia alguna de que sean eficaces o de que no produzcan daño en lugar del beneficio que persiguen.

El peligro de estas terapias no convencionales radica, por lo tanto, en la pérdida de la chance de curar una enfermedad real al optar por estas terapias sin sustento, y en exponerse a los efectos colaterales que, al no estar debidamente estudiadas, son imposibles de predecir.

Hemos recorrido un larguísimo camino para llegar al punto en que estamos hoy, en que vacunas, antibióticos y quimioterápicos están al alcance de nuestra mano y podemos contar con ellos para prevenir o curar enfermedades. Negar esto es retroceder, ignorar siglos de perseverante avance y darle ese lugar a las supersticiones primitivas, la pseudociencia y el curanderismo. 

Parto respetado no es parto irresponsable.

Terminando la Semana del Parto Respetado, y luego de haber visto y leído tanto en tantos medios, siento que me quedan más interrogantes que respuestas. Es imposible ver la realidad actual, el rechazo de tantas pacientes a la obstetricia tradicional sin plantearnos un sincero y profundo mea culpa. En qué fallamos? Fallamos nosotros, falló el sistema. Falló el paradigma de la antigua medicina. Y ahí donde fallamos, y mientras no nos hagamos cargo de que fallamos, entran los oportunistas. Porque, como dijo una gran amiga, «que parto respetado no sea sinónimo de parto irresponsable».
Y es irresponsable difundir mentiras. Afirmar que toda intervención en la normal progresión del trabajo de parto es innecesaria. Porque muchas veces las intervenciones médicas no son solamente necesarias sino imprescindibles para salvar la vida de madre e hijo.

La Obstetricia es el arte y la ciencia que viene a aportar las soluciones de las complicaciones del embarazo y del parto cuando alguna eventualidad las desencadena.
Si bien el parto es y ha sido durante miles de años un hecho natural, no podemos dejar de saber que muchas mujeres perdían la vida durante el mismo y muchos niños nunca llegaron a vivir por las mismas razones.
Cuando se comprendió y se decidió que el parto debía ser un evento seguro para la madre y para el niño el nacimiento se institucionalizó.

Aún el parto que ha sido precedido por el embarazo más normal concebible puede complicarse. Y esas complicaciones pueden ser tan impredecibles como desastrosas. Los minutos que transcurren entre la aparición de la complicación y su resolución, son preciosos y toda pérdida de tiempo es una chance menos para esa madre y ese niño.

El parto respetado tiene que venir imperiosamente de la mano de una paciente respetada. De una relación médico-paciente respetada. Dicha relación debe ser de total confianza y para eso nosotros, los especialistas, debemos comprometernos a acompañar, explicar, esperar cuando se pueda pero antes que nada a expresarnos claramente y con total sinceridad.
Yo no puedo comprometerme a realizar un parto sin episiotomía, porque no sé si no la voy a necesitar. Pero sí puedo comprometerme a explicarle a mi paciente por qué la necesita y a pedirle su consentimiento para hacerla. No puedo comprometerme por el mismo motivo a no administrar ninguna medicación, pero sí puedo comprometerme a explicar los beneficios de administrarla y los perjuicios de no hacerlo.
No puedo prometerle a mi paciente que su embarazo terminará con un parto natural, pero sí puedo asegurarle que solo tendrá una cesárea si esta es realmente necesaria.
Es bueno que la paciente se informe para poder decidir. Pero no toda información es buena, ni toda información es válida. Tampoco es lo mismo formación que información.
Aunque la paciente esté muy bien informada y comprenda los beneficios de tener un parto no intervenido, será el obstetra quien determine llegado el caso si debe ser intervenido o no. Y no por eso dejará de ser un parto respetado. Ni por eso faltará el respeto ni a la confianza que depositó en él la paciente, sino todo lo contrario.
Infundir miedo, desconfianza en la comunidad médica y difundir información sin fundamento científico o que no se corresponde con la realidad no es respetar ni al parto ni a la parturienta ni a nadie. Y responde a intereses oscuros, a gente inescrupulosa que pretende lucrar con la salud y la vida de las personas.
El parto es uno de los momentos más maravillosos en la vida de una mujer. Pero como todo hecho fisiológico, está sujeto a contingencias que escapan a lo que se pueda soñar o planear. Muchas veces la realidad no se corresponde 100% con las expectativas, y no por eso deja de ser maravilloso. Porque con o sin intervención, con o sin oxitocina, con o sin episiotomía, con o sin cesárea una madre y un hijo sanos son y serán siempre un éxito de la obstetricia. Y de la vida.

Modas peligrosas

A fines del siglo XVIII la viruela era una plaga muy temida en Europa y América, ya que causaba gran mortalidad y no existía tratamiento contra ella. Un médico inglés llamado Edward Jenner observó que era frecuente que las personas que ordeñaban vacas sufrieran en las manos unas pústulas benignas, al haber estado en contacto con las ubres de las vacas infectadas por una forma similar a la viruela humana, llamada «variola vaccina» o viruela de las vacas. Jenner notó los que sufrían estas pústulas luego quedaban a salvo de enfermar de viruela común. Es decir, se hacían inmunes. Jenner decidió probar esa observación y tuvo la idea de inocular a una persona sana con la viruela de las vacas para conferirle inmunidad frente a la peligrosa enfermedad. Aunque la vacuna desarrollada por Jenner fue en principio atacada por la comunidad científica, no tardó en demostrar sus espectaculares resultados. Casi 2 siglos después la viruela fue declarada oficialmente erradicada del planeta, en el año 1980.

En 1885, casi 100 años después del descubrimiento de Jenner, Louis Pasteur prueba su vacuna antirrábica con éxito en un niño que había sido mordido por un perro enfermo de hidrofobia.

A mediados del siglo XX Jonas Salk desarrolló la primera vacuna contra la poliomielitis, a virus muertos o inactivados, seguido pocos años después por la vacuna desarrollada por Albert Sabin, que se administraba por vía oral y se elaboraba con virus vivos y atenuados. Estás 2 vacunas permitieron casi hacer desaparecer esa terrible enfermedad que dejaba secuelas tan graves en los niños que lograban sobrevivirla.

Una vacuna es un preparado que contiene un agente infeccioso o parte de él, inactivado o debilitado y que inoculado en el paciente es capaz de producir en este una respuesta inmunológica. Mediante este procedimiento el organismo adquiere una «memoria inmunológica» que le permitirá responder ante un eventual contacto del receptor con el agente infeccioso contra el cual ha sido inmunizado.

Aún cuando algunas vacunas no produzcan una inmunidad total contra un agente infeccioso en particular, y la persona efectivamente enferme al estar expuesta al patógeno, sí podrá generar una respuesta inmune suficiente como para evitar las formas más graves de la infección, así como las complicaciones que pudieran producirse.

Una vacuna, como cualquier otro medicamento, una vez lanzada al mercado es sometida a estricta supervisión: esto se denomina farmacovigilancia. La Farmacovigilancia es la actividad de salud pública cuyo objetivo es la identificación, evaluación y prevención de los riesgos del uso de los tratamientos farmacológicos una vez comercializados. Por lo tanto, se dedica a la toma de decisiones que permitan mantener la relación riesgo/beneficio de los medicamentos en una situación favorable, o incluso suspender su uso cuando esto no sea posible. En nuestro país es el Sistema Nacional de Farmacovigilancia, a cargo de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) el que lleva a cabo esta tarea.

En el año 1998 la prestigiosa revista médica británica The Lancet publicó un artículo que relacionaba a la vacuna MMR o triple viral, la cual protege contra sarampión, rubéola y parotiditis, con el autismo. A pesar de que luego se demostró que se trataba de un fraude y su autor, Andrew Wakefield fue expulsado del Colegio Médico británico, logró causar mucho daño. Padres temerosos de los efectos secundarios atribuidos a esta vacuna por el mencionado estudio dejaron de vacunar a sus hijos, produciéndose brotes de estas enfermedades, cuyas complicaciones pueden ser graves. En el caso del sarampión por ejemplo, la encefalitis y la neumonía son probables complicaciones potencialmente mortales.

A partir de la publicación del artículo de Wakefield en The Lancet, tomaron fuerza los denominados «grupos antivacunas», no solo en el Reino Unido sino en todo el mundo. Grupos naturalistas que afirman que padecer la enfermedad es más inocuo que recibir «una sustancia química» en el cuerpo. Y que confiados en el estado de inmunización del resto, por lo cual se beneficiarían indirectamente de las vacunas, dejan de vacunar a sus hijos poniendo en riesgo a toda la población.

En países desarrollados, donde estos peligrosos movimientos están creciendo con fuerza, se han registrado brotes de enfermedades que no aparecían desde hace décadas, como la difteria en España que se cobró la vida de un niño de 6 años que no había sido vacunado, en el año 2015. El último caso de difteria se había registrado en España en el año 1987.

En nuestro país la vacunación no es una opción, es obligatoria. La ley 22909 establece que todos los habitantes del país deben cumplir con el calendario de vacunación, excepto que por razones médicas debidamente fundadas y acreditadas esto no sea posible. Por lo tanto, quien no vacuna a sus hijos sin justificación, incurre en un delito.

En el año 2012 la Corte Suprema de Justicia de nuestro país intimó a los padres de un menor, pertenecientes a un movimiento anti vacunas, a cumplir efectivamente con el calendario de vacunación oficial bajo apercibimiento de proceder a su vacunación de modo compulsivo.

No vacunar a un niño no solo le puede perjudicar a él, sino a quienes le rodean, ya que se debilita la inmunización de grupo.

No vacunar a nuestros hijos es un acto irresponsable, carente de fundamento científico alguno y que pone en riesgo a toda la comunidad, especialmente a aquéllos que son más vulnerables, niños menores de 1 año que aún no han completado por una cuestión etaria sus esquemas, embarazadas, inmunodeprimidos.

No podemos dejar de notar que el dilema de la vacunación pertenece a sectores privilegiados: los menos favorecidos no pueden permitirse ese lujo. Allí el problema radica en cómo hacer llegar la vacuna a la mayor cantidad de gente posible para evitar muertes.

La vacunación no es opinable. La abrumadora evidencia de que ha sido y es una de las herramientas más poderosas que tenemos para combatir las enfermedades transmisibles es irrefutable. Y defender la idea de que las vacunas hacen daño es defender una falacia, una mentira peligrosa, que no puede, por más democracia y derechos a los que se apelen, permitirse. Porque la salud de la población, y el derecho de los niños a no enfermar por causas prevenibles van primero.

Y aún cuando fuera posible( o no) discutir la eficacia o la seguridad de una vacuna en particular, es imposible negar que la vacunación ha sido uno de los descubrimientos más espectaculares y significativos en la historia de la humanidad. Y humildemente dar las gracias a quienes como Jenner, Pasteur, Sabin, Salk y tantos otros dedicaron su vida a dejarnos como legado a esta invaluable aliada de la medicina, la vacuna.

Tornar a Sefarad 

Tres niños judíos corren y juegan en una calle de Toledo, próxima a la Sinagoga Santa María la Blanca. Quizás algún antepasado de esos niños haya sido torturado, quemado en la hoguera o expulsado de ese mismo lugar, más de 500 años atrás. Esos tres niños son mis hijos.

Sefarad es España, la tierra de mis ancestros. De la cual salieron para no volver, un día antes de que Cristóbal Colón partiera con sus 3 carabelas del puerto de Palos con rumbo a lo desconocido. La opción era renunciar a su fe e identidad y estaba fuera de discusión.

Sefarad es el recuerdo de una era dorada. La era en que floreció el judaísmo en un clima de tolerancia y respeto, en que Maimónides dio a conocer al mundo nociones avanzadas de medicina, higiene y dietética impensadas para la época, en que Iehudá ha Leví deleitara con su poesía o Ibn Gabirol asombrara con su fina pluma.

Los judíos en España no fueron solo tolerados. Fueron respetados. Nadie se negaba a atenderse con un médico judío, antes lo contrario, y se les permitió ejercer todo tipo de profesiones; hubo escritores, matemáticos, astrónomos, gramáticos e historiadores.

A fines del siglo XIV, comienzan a aparecer las hostilidades contra los judíos, las principales motivaciones fueron religiosas. Las guerras contra los moros contribuyeron a fomentar un clima de intolerancia hacia el extranjero, a pesar de que los judíos hacía cientos de años que residían pacíficamente en España, entre ellos mi familia, los Arditti.

En el documento de la aljama de Barcelona del 6 de Julio de 1383 está registrado un Abraham Ardit, quien vuelve a aparecer en una lista de bautizados del año 1392 con el nombre de Pere (Pedro) Ardit, posiblemente para escapar de la matanza de judíos ocurrida en 1391 en gran parte de España, cuando comienza la declinación de las juderías hasta la expulsión ordenada un siglo después en 1492.

Se cuenta que cuando el general Tito, luego Emperador de Roma, destruyó el Templo de Jerusalén en el año 70 DC., llevó a Roma a los prisioneros judíos para ser vendidos como esclavos. Otros fueron destinados para luchar contra los gladiadores en los juegos del circo romano. A los judíos victoriosos se les otorgaba el título de «arditus», sobrenombre con que fueron conocidos en adelante, recibiendo su libertad como premio. Algunos libertos habrían emigrado a lo que hoy es España. Los que se instalaron en el reino de Cataluña, fueron conocidos por Ardit, traducción literal al catalán del sobrenombre «arditus» que, de ese modo, se transformó en apellido. Después de la expulsión de España en 1492, algunos Ardit se establecieron (o reestablecieron) en Italia, donde el apellido fue italianizado (o reitalianizado) en las formas Ardito/Ardita. Sus hijos fueron conocidos por el patronímico Arditi, formándose así un nuevo apellido. Desde Italia, algunos Arditi emigraron en el siglo XVI al Imperio Otomano.

El 2 de enero de 1492 cae el último bastión musulmán en manos de los Reyes católicos, Granada es reconquistada. El 31 de Marzo de 1492, los Reyes Católicos firmaban en Granada el edicto de expulsión de los judíos de la Corona de Castilla, mientras otro documento con ligeras variaciones era firmado sólo por Fernando para los judíos de la Corona de Aragón; ambos textos partían de un borrador elaborado pocos días antes por el inquisidor general, Fray Tomás de Torquemada. El edicto obligaba a todos los judíos de la península Ibérica a convertirse al catolicismo o ser expulsados, con término el 31 de julio de 1492. Por motivos logísticos se extendió este plazo hasta el 2 de agosto a las doce de la noche. La desobediencia a este edicto supondría la condena a muerte y la confiscación de los bienes.

Tras la firma del Edicto de Granada por parte de los Reyes Católicos, hubo una emigración masiva hacia tierras que habían sido conquistadas por los turcos otomanos. El sultán Beyazid II recibió a los judíos calurosamente, concediéndoles el permiso para establecerse en su Imperio. Cuenta la leyenda que al recibirlos exclamó «Dicen que España está gobernada por un rey sabio, rara es su sabiduría que echando a sus judíos ha empobrecido a su país y enriquecido al mío. Él pierde, yo gano».

Al salir de España las familias llevaban consigo las llaves de sus casas, con la esperanza de algún día «tornar a Sefarad». También se llevaron su idioma, el ladino, el cual conservaron por más de 5 siglos.

Volver a Sefarad es volver a mi historia, al idioma de mis abuelos, a las «romansas y cantigas», a los sonidos de mi infancia. Tornar a Sefarad es volver a mis raíces.